Un hombre desolado por una triste pérdida de hace varios
años se hunde en su soledad entre las calles heladas de las temibles noches
invernales, armado con una vara con apariencia cercana a un bastón y su
sombrero de copa negro manchado de blanco por la fuerza de la nieve, decide
esperar sentado sobre una caja a ver que fuente de calor puede conseguir desde
la ventana que detrás de él se encuentra.
¿Qué tanta tristeza puede sentir este hombre de cara blanca
como la leche? Sus bigotes negros como esta noche no parecen tener ganas de
moverse al ritmo de un estilo chistoso marcado por el vaivén de sus palabras.
No hay nadie más quien lo abrace que él mismo y esa manta avejentada que logró
conseguir entre las últimas pertenencias de su amada, esa que un día se fue dejándolo
hundido, ella, la bella dama que ascendió a otro nivel espiritual y sólo su
cuerpo frío dejó sobre los brazos del pobre hombre que hoy aguarda en este
callejón.
A alguien él ve, ese alguien que somos notros quienes desde
una ventana muy lejana en tiempo y condiciones nos compadecemos de su desgracia
y recuerdos que nunca él ni nuestra mente olvidarán.